Débora Kantor (2008) Variaciones para educar adolescentes y jóvenes. Buenos Aires: Del estante editorial.
Disponible en: http://issuu.com/federiconantes/docs/d__bora_kantor_-_variaciones_para_e
CAPÍTULO 1. Rasgos de las nuevas adolescencias y juventudes
CAPÍTULO 2. Puntuaciones sobre consumos y producciones culturales de adolescentes y jóvenes
CAPÍTULO 3. Adultos en jaque
CAPÍTULO 4. El mandato de la prevención en discusión
CAPÍTULO 5. La participación y el respeto de los intereses: la complejidad de un enunciado
CAPÍTULO 6. A propósito de la «otra» educación
ANEXO: Diálogos
Extractos del texto:
(...)
¿Cómo nos alcanza el discurso hegemónico que estigmatiza a adolescentes
y jóvenes, impregnando las miradas y sesgando el vínculo con ellos/as?,
¿qué podemos hacer para contrarrestarlo y para sostener otras apuestas?, ¿por
qué repensar la figura del adulto para persistir en educar en torno a la confianza,
la autoridad y la responsabilidad, desmarcándonos de las ilusiones
redentoras que a menudo sustentan las intervenciones?, ¿cómo convivimos,
en tanto referentes de adolescentes y jóvenes, con la multiplicidad de ofertas
identitarias que conlleva la cultura contemporánea y el mercado de consumo
cada día más potente y más eficaz?, ¿cuáles son algunos de los nuevos significados
del «tiempo libre» (y del trabajo en él) en las condiciones actuales?,
¿cómo resguardamos la calidad y el sentido de lo que ofrecemos, desafiando
segmentaciones e injusticias?
Estas y otras tantas preocupaciones reaparecen en los diferentes capítulos
del libro. Es en torno a ellas que apostamos a la búsqueda de un saber
sobre lo que hacemos, sobre las condiciones del hacer, sobre cómo pensamos
lo que hacemos, sobre aquellos con quienes trabajamos… Un saber que no
resulte clausurante para el propio trabajo y, en consecuencia, para quienes
están abocados a la tarea de crecer.
(...)
CAPÍTULO 1. Rasgos de las nuevas adolescencias y juventudes
(...)
Las adolescencias y las juventudes siempre fueron «nuevas»; ellos/as son
«los nuevos» entre nosotros, como nosotros fuimos los nuevos para los de
antes. Son –fuimos– el relevo, el recambio. Por lo mismo, son –como fuimos,
como otros fueron antes, como otros serán luego para ellos– difíciles de
entender, provocadores, frágiles y prepotentes, dóciles y resistentes, curiosos
y soberbios, desafiantes, inquietos e inquietantes, obstinados, tiernos, demandantes
e indiferentes, frontales y huidizos, desinteresados… Ni exhaustiva ni
excluyente, tal vez ni siquiera original, esta serie de adjetivos puede corresponder
a adolescentes y jóvenes de todos los tiempos, desde que fueron reconocidos
y nombrados como tales, hace apenas unos ciento cincuenta años.
Cada época tuvo sus nuevas adolescencias y juventudes a las que repensar
y con las cuales lidiar. Sin embargo, cuando hoy aquí adjetivamos de este
modo (nuevas…), no estamos enfatizando la novedad que conlleva el reemplazo
generacional, sino ciertas novedades, especificidades, complejidades
que exceden la problemática de la continuidad y el cambio. Nos estamos refiriendo,
entonces, a lo nuevo que atraviesa a nuestros nuevos: a la brecha socioeconómica
sin precedentes entre los nuevos y a sus consecuencias, a la brecha
cultural sin precedentes entre diferentes generaciones contemporáneas y a sus
consecuencias. Una brecha que, como señala Balardini (2006), se expresa,
por ejemplo, en el hecho de que lo que hoy en día resulta fácilmente superable
para buena parte de los «incultos» de doce años resulta difícil de pensar
o imposible de resolver para la mayoría de los «cultos» de sesenta años.
(...)
Es condición de adolescentes y jóvenes resultar extraños para sus mayores;
casi por definición, los nuevos resultan extraños para los responsables de su
acogida. Pero ahora, además, suelen ser percibidos como hostiles, cuando no
peligrosos.
(...)
Por otra parte, adolescentes y jóvenes no designan sujetos, procesos y realidades
equivalentes o intercambiables. Ellos/as no son lo mismo en la vida cotidiana
en la cual dirimen su presente y su futuro, aunque cada vez con mayor
frecuencia aparezcan igualados o confundidos en el discurso y en los textos
que analizan su condición y sus avatares. Cabe señalar, entonces, que si aquí
los reunimos tanto en los títulos como en las reflexiones se debe a que, en
relación con los temas que tratamos, son muchas y muy significativas las
situaciones que los acercan y los emparentan, lo cual no supone homologar
realidades o subsumir categorías que suelen requerir abordajes diferenciados.
Es sabido que las fronteras clásicas entre las categorías adolescencia y
juventud se han alterado y continúan en transformación constante. Asistimos
asimismo a la caída del paradigma de la transición y de la etapa preparatoria
para describir y explicar lo propio de la adolescencia y la juventud.
Los análisis que refieren, entre otros asuntos, a la adultización temprana, a
la maternidad y paternidad adolescente, a los jóvenes no juveniles o al reemplazo
de la categoría de moratoria social por la de moratoria vital (Margulis
y Urresti, 1996) dan cuenta de una complejidad que no se deja atrapar por
precisiones o atributos posibles de definir según rangos etarios.
En este marco, es posible advertir una tendencia significativa: cuando la
escuela media busca transformar su propuesta para sintonizar más y mejor
con lo que se supone que los alumnos esperan, necesitan o reclaman, la referencia
a las culturas juveniles parece insoslayable (Kantor, 2007). Cuando
desde diversas instancias del gobierno del sistema educativo se pretende
interpelar y acompañar a la escuela en la construcción de una cultura institucional
más acogedora y respetuosa de los alumnos, se promueven programas
en los cuales la consideración de lo joven es el foco, el propósito y el
parámetro. Cuando desde diferentes marcos de análisis o de intervención en
el ámbito educativo se pretende dar lugar en la escuela a aquello que los estudiantes
secundarios son y hacen cuando no ofician de alumnos, o no son
mirados como tales, surge la necesidad de interpelarlos y convocarlos en tanto
jóvenes. Cuando se pretende apelar a lo que buscan, lo que eligen o lo que
crean chicos y chicas que ya no son niños/as, se alude con frecuencia y naturalidad
creciente a los consumos y producciones culturales de los jóvenes.
Lo que omite el discurso centrado en lo joven
Las discusiones sobre estos temas, tanto como las denominaciones de programas
y proyectos, refieren de manera casi excluyente a la juventud; la adolescencia
está virtualmente desplazada del discurso. Pareciera que las políticas y
las instituciones que no han podido con los adolescentes ahora van por los
jóvenes. ¿Por qué ahora los jóvenes?
Tal vez porque la expresión condensa la nueva configuración de las etapas
vitales y el desdibujamiento de fronteras y franjas etarias tradicionalmente
asociadas a ellas. Tal vez por la necesidad de dar cuenta de la sobreedad
que aumenta en las aulas como resultado de ingresos tardíos, abandonos
temporarios, reingresos y repitencias reiteradas. Tal vez por advertir que
las duras condiciones de vida vuelven jóvenes precozmente a unos adolescentes,
mientras que los hábitos culturales y de consumo acortan la adolescencia
de otros. Tal vez porque así queda expresada claramente la intención de que
retornen a la escuela quienes se alejaron de ella o crecieron sin haberla frecuentado.
Tal vez porque el concepto de juventud resuena más vinculado a cuestiones
culturales y a problemas estructurales que se pretenden abordar, mientras
que el de adolescencia remite a asuntos de índole psicológica.
Por todo ello, tal vez, adolescencia remite a unas instituciones y unos
sujetos de otros tiempos, mientras que juventud habla de la sociedad de hoy
y de la escuela que hay que construir, enfatizando de este modo que la escuela
media ya no es lo que era y tampoco lo que debería ser.
La categoría adolescencia está históricamente asociada a lo escolar; el propio
surgimiento de esta reconoce una estrecha vinculación con la creación
de la escuela secundaria. Es en virtud de ello, y de la intención de hallar las
claves para repensar la escuela media, los alumnos, las distancias existentes y
las estrategias de acercamiento, que nos interrogamos acerca de las razones
y los efectos del virtual abandono de la adolescencia en discursos que tienen
amplia difusión y circulación en el ámbito educativo. Y, en forma complementaria,
nos preguntamos también acerca de las razones y los efectos de la
proliferación discursiva en torno a los jóvenes y a las culturas juveniles.
En cualquier caso, no parece inocuo omitir la adolescencia y la necesidad
de resignificarla, subsumiendo categorías o enfatizando la centralidad de
lo joven. No parece inocuo porque ciertos momentos, necesidades y trayectorias
se apartan así de la mirada adulta y de la responsabilidad de atenderlos
en su especificidad, desconociendo, entonces, no solo a la adolescencia,
sino también a la juventud en tanto procesos y etapas que requieren distinto
tipo de intervenciones.
No obstante, en el tema que estamos analizando, pareciera que la caída
de la adolescencia a favor de la juventud expresa –precisamente, paradójicamente–
el reconocimiento de la asociación intrínseca entre escuela media y
adolescencia, ya que a la hora de crear dispositivos que procuran dinamizar,
abrir, cambiar el adentro escolar, juventud viene a representar claramente
el afuera, mientras que –o debido a que– adolescencia significa escuela. En otros
términos, juventud representa lo extraescolar, es decir, lo que se valora, lo que
se pretende considerar, mientras que –o debido a que– adolescencia se asocia
a la escuela, es decir, lo que se cuestiona, lo que se interpela.
Tal vez sea esta una de las claves para analizar motivos, formas y consecuencias
del desplazamiento o del agotamiento de la adolescencia: en tanto categoría
eminentemente «psicoescolar», se la percibe tan debilitada o agotada
como la escuela y, por eso, pierde presencia en la discusión acerca de las
transformaciones necesarias, transformaciones que se perciben, en cambio,
asociadas a perspectivas y categorías «socioculturales».
En este sentido, cabe preguntarnos también si fenómenos tales como la
adultización de los jóvenes y la juvenilización o adolescentización de los adultos
nos están conduciendo, acaso, a llamar juvenil a cualquier cosa y, en el
ámbito educativo, a todo aquello que, siendo propio de los alumnos, no
tiene lugar en la escuela.
Las reflexiones de Žižek (2005:19) acerca de la supresión del término
trabajador en el discurso crítico y político actual aportan otros elementos
para continuar pensando este asunto:
Casi como una convención […] la palabra trabajador ha desaparecidodel vocabulario, sustituida u obliterada por inmigrantes o trabajadores
inmigrantes: argelinos en Francia, turcos en Alemania, mexicanos en
EEUU; de este modo, la problemática clasista de la explotación de los
trabajadores se transforma en la problemática multiculturalista de la
«intolerancia de la Otredad», etc., y la excesiva pasión de los liberales
multiculturalistas en proteger los derechos étnicos de los inmigrantes
surge claramente de la dimensión «reprimida» de clase.
Retomando esta idea, diremos que la intención crítica es evidente en los discursos
y enfoques que privilegian la juventud y sustituyen la adolescencia. Y
que en ellos sobrevuela también cierta pasión multiculturalista, toda vez que
los nuevos discursos se estructuran en torno a la consideración y el respeto
de lo joven en tanto expresión de lo diferente no hegemónico (no hegemónico
en tanto descalificado por las valoraciones del mundo adulto, aun
cuando, en muchos aspectos, lo juvenil se haya convertido en aspiración y
en modelo universal). Así, la Otredad estaría representada en este caso por
los jóvenes, siendo entonces sus «derechos étnicos» aquello que el discurso
en torno a las culturas juveniles estaría llamando a tolerar o a proteger.
Ahora bien, ¿cuál será, en este caso, la «dimensión reprimida» –si acaso
existe– como lo es la problemática clasista en la sustitución del término trabajador
por el de inmigrante? Propongo como respuesta para continuar pensando
que lo reprimido, en este caso, es la particular posición adulta que requiere
la adolescencia como momento de construcción de la identidad, de reapropiación
del espacio subjetivo, del proceso emancipatorio. Es lo concerniente
al lugar del adulto-educador lo que queda diluido en ese desplazamiento.
Si en el problema que analizamos existe una dimensión reprimida y si
esta es la posición adulta, en el afán de respetar(los), reconocer(los), dar(les)
lugar, acercar(nos) en tanto educadores, estaríamos restándole una presencia
indispensable a lo que el psicoanalista Efrón (1996:41) caracteriza como
«la última oportunidad de intervenir antes de lo finalizado de estructurar».
De este modo, lo reprimido aludiría también a aquellos conflictos, trabajos
y temores propios de la adolescencia frente a los cuales se nos dificulta
(¿hoy más que ayer?) definir un lugar y un sentido. Si la infancia requiere
una determinada presencia sostenida del adulto, la adolescencia, como tiempo
de la primera gran reestructuración del aparato psíquico, requiere una presencia
otra que permita el pasaje a la no dependencia. Como señala Barbagelata,
la adolescencia es el momento de salir: en el tiempo, salir implica ir
hacia el futuro; en el espacio, salir es ir hacia fuera, tanto materialmente
como en el plano simbólico.
Parafraseando a Žižek, entonces, diríamos que la excesiva pasión de los
educadores (¿liberales?) multiculturalistas en colocar las discusiones acerca de
los alumnos de escuelas medias (o de quienes están en edad de cursarla) en términos
de reconocimiento y protección de los derechos de la juventud surge
posiblemente de la especificidad de la adolescencia en tanto dimensión «reprimida»
y de la consecuente dilución de la responsabilidad adulta frente a ella.
Las alteraciones de las fronteras entre categorías etarias, de la periodización
de la vida en las condiciones actuales y de las posiciones que ocupan las
distintas generaciones en el mundo contemporáneo forman parte del problema;
alteran, resignifican, pero no anulan la adolescencia, ni los procesos
que supone, ni la responsabilidad que implica. Y si los modos de nombrar
tienen efectos sobre las prácticas (Diker, 2003), nombrando de manera casi
excluyente joven a lo que es posible y necesario identificar –aun hoy– como
adolescente, se vería sensiblemente afectada una posición adulta sustentada
en el reconocimiento del trabajo psíquico que conlleva y define la adolescencia
y de la significación que adquieren en ella las referencias identificatorias.
Entre el extrañamiento, la desorientación, la reapropiación del cuerpo,
la resignificación de los espacios cercanos y la apropiación de lo social, los/as
adolescentes precisan espacios de confrontación y ruptura para construir su
identidad. Esto es, una posición adulta capaz de ofrecer sostén porque ofrece
acompañamiento mientras soporta la confrontación (volveremos sobre estos
temas en el capítulo siguiente).
En este tránsito, las referencias identificatorias que se ofrecen a los/as
adolescentes podrán contribuir positivamente al trabajo psíquico y social
que implica la constitución de su subjetividad toda vez que se acompañen
de intervenciones afirmativas: afirmativas porque contribuyen a afirmarlos y
porque se desmarcan de supuestos y prácticas que sistemáticamente los
niegan o los negativizan.
Los sentidos del plural
Por otra parte, como sabemos, las adolescencias y las juventudes son muchas y
distintas, y los itinerarios vitales están fuertemente condicionados por los
datos duros del origen, que definen un lugar social para cada quien, una
manera de ser nombrado por las teorías, por las políticas públicas, por la gente.
Así,
«algunos niños y niñas, adolescentes y jóvenes, se vuelven infancia o adolescencia, mientras que otros se vuelven menores, delincuentes, marginales,excluidos, vulnerables, pobres. […] Algunos merecen habitar el tranquilizadory simplificado mundo de los conceptos, y otros, el finamente reticuladomundo de las etiquetas» (Diker, 2004:9).
Conviene recordar que, en Argentina, más de la mitad de los jóvenes
viven en condiciones de pobreza y que, entre los pobres, los niños, adolescentes
y jóvenes son mayoría. Que la proporción de desempleados es mayor
entre los jóvenes que en otros segmentos de la población. Que son adolescentes
y jóvenes quienes no ingresan a la escuela o se apartan de las aulas, ya
sea porque no encuentran en ellas respuestas para mejorar su condición o
porque deben abocarse a garantizar la subsistencia propia y la de sus familias.
Que cerca de un millón de personas de entre quince y veintinueve años no
estudia ni trabaja. Que los más castigados por las diversas formas de violencia
social y quienes más mueren a causa del gatillo fácil son adolescentes y
jóvenes. Y que –aunque el dato no resulte en absoluto tranquilizador– no son
ellos/as quienes cometen con mayor frecuencia actos delictivos, a pesar de
que las noticias transmitan una y otra vez esa idea.
Todos estos jóvenes que no pueden ser autores y protagonistas de su obra
devienen espectadores del propio drama, donde lo importante parece estar
escrito, y el desenlace es tan previsible como doloroso. Sin lugar para la ficción,
entonces, la realidad es una condena. En los márgenes, la vida se estrecha:
de un lado está lo inaccesible; del otro, el abismo. El presente no tiene mayor
sentido para quienes no pueden percibir el futuro como un abanico de posibilidades,
un enigma, un desafío. Los/as jóvenes, como sus mayores, han perdido
la esperanza; a lo sumo, creen en promesas. Y cuando se apropian del
mensaje de que sus vidas no valen nada y se drogan y son violentos, el problema
son las adicciones y la inseguridad. Y si no sucumben y aguantan, son
«marginales» y, por eso mismo, una amenaza, un riesgo.
«Los jóvenes –señala Reguillo Cruz (2004)– han sido convertidos en
relato expiatorio y en el “enemigo” del orden social; en gran medida por la
acción de los medios de comunicación, que han venido satanizando a los
jóvenes, pero no a los jóvenes como categoría social (que no existe), sino a
ciertos jóvenes, a los jóvenes pobres en concreto». Ocurre que, en una sociedad
devastada, fragmentada y temerosa, «la estigmatización, la demonización, la
victimización, aunados a la descalificación de ciertos grupos sociales, se sostienen
en la necesidad de encontrar explicaciones plausibles a lo que sucede».
En el caso de los sectores sociales medios o acomodados, la asociación
entre adolescentes o jóvenes y riesgo o amenaza viene a señalar, en cambio, no
tanto la peligrosidad potencial que conllevan, sino la necesidad de evitarles
«caídas» o «desvíos» que no se entienden ni se justifican para ellos/as («¡con
todas las oportunidades que tienen!»), mientras que se perciben como naturales
y esperables para sus coetáneos de otros sectores.
En las representaciones acerca de unos/as y otros/as, tanto como en las
oportunidades de vida que encuentran, la brecha es inmensa. Unos se socializan
en el shopping; otros, en la calle cartoneando. Unos comen fast food,
otros comen rápido en el comedor comunitario. Unos aspiran pegamento
en la terminal de ómnibus, otros aspiran a cambiar la computadora de su
cuarto. Unos abusan de la comida basura, otros abrevan en la basura para
comer. Unos tienen miedo a sobrar, otros temen no ser exitosos.
El plural (adolescencias, juventudes) viene a denunciar, entonces, entre
otras cosas, que no hay expresión singular capaz de albergar semejante desigualdad.
Y que las diferencias aluden, más que a la diversidad cultural, a la
magnitud de la injusticia y a la profundidad de sus marcas.
En este contexto, la vulnerabilidad, la fragilidad y la heteronomía de
niños y adolescentes, sobre las cuales se asentaba el lugar del adulto, ya no
existen o son efímeras y fugaces (Narodowski, 2004), o bien existen y persisten,
pero con otros contenidos y significados (Zelmanovich, 2004). En
cualquier caso, no definen ni estructuran hoy la experiencia de educar y ser
educados y/o la atraviesan de unos modos que aún no alcanzamos a caracterizar.
La vulnerabilidad, la fragilidad, la heteronomía, la infancia, la adolescencia,
la juventud no son lo que eran… y nosotros tampoco.
Narodowski propone una hipótesis: la infancia y la adolescencia fugan
hacia dos polos, el de la desrealización y el de la hiperrealización, y el hecho
de que la ternura que solían despertar los niños haya cedido lugar al miedo
que provocan expresa de manera clara y contundente algo de lo nuevo y el
giro de lo extraño a lo hostil que mencionamos al comienzo.
El plural (adolescencias, juventudes) significa también, o sobre todo, el
cuestionamiento de visiones homogéneas y de la propia idea de diversidad
entendida como abanico o constelación de diferencias a respetar o a tolerar.
En este marco, señala Diker (2003), el plural no constituye una opción estilística
ni descriptiva, sino de una opción teórica que confronta con el singular
en la medida en que este remite a la existencia de un sujeto natural y, consecuentemente,
a identidades fijas y homogéneas. Afirmar la naturaleza infantil,
adolescente o joven supone una normatividad que establece el «deber ser» y
sustenta el modo en que se califica y se clasifica a los sujetos. En esta perspectiva,
lo normal es la norma impuesta, la norma impuesta deviene prescripción
y, consecuentemente, todo aquello que no se ajusta a la norma implica
un desvío (a corregir).
Es en este sentido que todo enunciado en singular conlleva un acto de
exclusión; sin embargo, no cualquier uso del plural implica miradas y prácticas
que la discutan. Las opciones estilísticas o descriptivas no interpelan la mirada
prescriptiva: es cada vez más frecuente la idea de que existen diferentes infancias,
muchas adolescencias y distintas juventudes, cada una de ellas presentada
como homogénea, clara, determinada. Si el uso del plural tiene un sentido
en el contexto de los temas que estamos abordando, es el de discutir las identidades
estáticas, esenciales, definidas en torno a supuestos atributos naturales
que portan los sujetos y la consecuente apelación a respetarlas o a corregirlas.
La identidad, señala Frigerio (2004:146), «es huella, es nombre, es lo que
permite que la gramática de lo singular sea inscripta y reconocida en una
gramática de lo plural. Es herencia y creación, continuidad y ruptura. Deseo
de inscripción y deseo de reconocimiento. […] Instancia simbólica que
anuda lo biológico, lo social, lo subjetivo, sin que ello la vuelva una esencia
estable. […] Descartada toda hipótesis que propusiera la identidad como
algo fijo, cristalizado, inalterable, la habilitación queda habilitada».
Respecto a la experiencia vital «deshumanizante» que padecieron y padecen
grandes sectores de la población de nuestro país y particularmente en lo
que se refiere a los efectos sobre los jóvenes, Bleichmar (2002:43) señala que
lo brutal de estos procesos salvajes
consiste, precisamente, en el intento de hacer que quienes lo padezcanno solo pierdan las condiciones presentes de existencia y la prórrogahacia delante de las mismas, sino también toda referencia mutua, todasensación de pertenencia a un grupo de pares que le garantice no sucumbira la soledad y la indefensión. Y es allí, en esa renuncia a la pertenencia,a la identificación compartida, donde se expresa de maneradesembozada la crisis de una cultura, y la ausencia en ella de un lugarpara los jóvenes.
La situación que atraviesan hoy adolescentes y jóvenes –en especial, los de
sectores más desfavorecidos– y la potencia que en términos de asignación
de identidades devaluadas tienen las representaciones hegemónicas acerca de
ellos/as nos obligan a tomar posición.
Si procuramos que nuestra tarea contribuya a generar condiciones para
vidas plenas y futuros (más) dignos, se hace necesario pensar no solo qué es
lo que pretendemos o es posible hacer en cada contexto, sino también qué
supuestos y mensajes deberemos contrarrestar, de qué improntas (propias)
tendremos que librarnos y qué es lo que vamos a defender (en el espacio
público, así como en nuestros ámbitos de trabajo).
De estigmatizados a sujetos de derecho
Considerar a adolescentes y jóvenes como legítimos sujetos de derecho es un
punto de partida y una posición irreductible. Supone una mirada y unas prácticas
orientadas a la afirmación de los derechos vinculados con las condiciones
básicas de existencia: la identidad, la educación, la salud, entre otros; así
como del derecho a tener opciones y posibilidades reales de elegir, de progresar,
de imaginar futuros posibles.
Enfatizamos esta cuestión en virtud de que, como señala Kessler
(1996:131, 141), «mirada desde la perspectiva de los derechos, la adolescencia
asombra por su soledad». Así, mientras las imágenes que predominan en las
pantallas, casi sin excepción sensacionalistas y estigmatizantes, refuerzan la
idea de la adolescencia como problema, como amenaza, como riesgo, «la preocupación
por la adolescencia real y, en particular por sus derechos, está
prácticamente ausente del espacio público». Cuestión que se agrava por el
hecho de que ellos/as mismos/as «no suelen verse como sujetos de derecho,
sino más bien como objetos de un derecho que, en la mayoría de los casos, se
vuelve en su contra». A doce años de haber sido formuladas estas reflexiones,
cabe señalar que los derechos de niñas, niños y adolescentes han ganado
espacio en la agenda pública, pero indudablemente la estigmatización creció
a la par, de modo que continúa triunfando en la contienda.
Estigmatizados y vulnerabilizados por discursos paradójicamente «redentores»,
adolescentes y jóvenes se miran en el espejo deformante que les tienden
los adultos y construyen de ese modo una mala imagen de sí mismos; así,
a menudo, sus modos de estar en el mundo dan cuenta de la vivencia de malestar
propia del estigma: el estigma de ser adolescente o joven, al que se adosa
el estigma de ser pobre (Kessler, 1996). En los capítulos siguientes, retomaremos
el problema de la estigmatización y los propósitos redentores que animan
numerosas propuestas no formales.
La idea de derechos, que discute los etiquetamientos y las «existencias
destino», remite necesariamente a la noción de construcción de ciudadanía.
«El eje en la ciudadanía –añade Kessler (1996:151)– aparta al individuo de
un rol pasivo, asimétrico, de receptor de ayuda en virtud de la compasión
pública o privada. Lo reubica –al menos en el terreno simbólico– como
sujeto de derechos y, si se encuentra privado de la provisión de los mismos,
en sujeto de demanda.»
Un trabajo con adolescentes sustentado en el reconocimiento de sus
derechos procurará, entonces, oportunidades y condiciones para la demanda,
la propuesta, la autonomía y la responsabilidad. Confrontará, por eso, no
solo con los relatos expiatorios, sino también con los propios adolescentes,
dado que muchos de ellos han asumido, junto a la exclusión que estructura
su vida cotidiana, la inevitabilidad de un recorrido marginal de horizontes
empobrecidos y contenidos mortíferos.
El recorrido del viaje adolescente se organiza desde la imprevisibilidad.Pero no desde la imprevisibilidad absoluta. Este recorrido va configurandolos modos en que se construye su espacio subjetivo, para lo queson necesarios algunos mojones, algunas guías que permitan trazar elterritorio de cada uno. Esos mojones pueden ser monumentos infranqueablesy enceguecedores o luces claras que orientan. Puede ser larigidez, el autoritarismo y la represión que bloquean y hasta cierranlos espacios o la voz firme, segura, pero al mismo tiempo autorizadoraque ayuda a trazar el camino. Esos mojones, esas guías, esas voces, lospueden encarnar adultos conscientes y responsables (Efrón, 1996:39).Es por eso que las propuestas valiosas, los referentes significativos y los contextos
respetuosos de las necesidades y las posibilidades de adolescentes y
jóvenes son beneficiosos para todos/as ellos/as, y más aún para los más castigados,
en la medida en que representan una oportunidad privilegiada, y a
veces única, de inscripción y reconocimiento. Pensar la educación de las
nuevas adolescencias y juventudes implica, entonces, pensar nuevos adultos.
Abordaremos este tema en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO 2 . Puntuaciones sobre consumos y producciones culturales
de adolescentes y jóvenes
Colocamos ahora la mirada sobre los hábitos y las preferencias de adolescentes
y jóvenes, urbanos y no tanto, de distintos sectores sociales, que participan
en propuestas educativas no escolares, las frecuentan cada tanto, las
miran con recelo o bien no se rozan con ellas ni con nosotros en esos espacios.
Procuraremos aproximarnos a lo que prefieren o rechazan dentro de lo que
se les presenta disponible, a lo que crean o generan en el escenario cultural del
cual participan. Y se trata también de indagar, en ese marco, cuál es papel que
podemos desempeñar, toda vez que estamos aquí para educar(los) y que compartimos
con ellos algunas zonas de dicho escenario; toda vez que educar
implica involucrarse en la distribución de los bienes culturales socialmente
disponibles oficiando de acompañamiento, orientación y garantía de la
apropiación y la transformación de la cultura por parte de «los nuevos».
Nos sumergimos, así, en los denominados consumos y producciones culturales
de adolescentes y jóvenes.Estos conceptos y categorías, acuñados en el
campo de los estudios culturales, dan cuenta de la importancia que adquieren
las industrias culturales (medios masivos, cine, tv, música, etc.) en tanto
factores clave en la construcción de identidades individuales y colectivas.
(...)
Cuando decimos consumos y producciones culturales nos referimos, entonces,
al universo cultural de los pibes, que configura también el territorio en y
desde el cual reciben nuestras propuestas, las auscultan, las aceptan, las rechazan
o las transforman. Un universo que en cierta medida compartimos y en
gran medida no podemos penetrar, y que corresponde conocer, aunque más
no sea (posible) en parte. (...)
El acceso desigual
(...) señalar la potencia de los mensajes que homogeneizan no
implica desestimar las diferencias y los abismos que existen entre la experiencia
cultural de los distintos sectores de la población adolescente y juvenil en
virtud de la profunda crisis económica de las últimas décadas, que definen la
concentración del capital, por un lado, y la concentración de la pobreza y
la indigencia, por otro. La oferta cultural, los consumos y las prácticas se
despliegan también en ese horizonte. (...)
Identidad y consumo
En este contexto, aparece como evidencia en numerosos campos de estudio
que las cuestiones relativas a la construcción de identidad se vinculan cada
vez más al consumo, en detrimento de las agencias socializadoras tradicionales.
Esta nueva configuración adquiere una centralidad notable para el conjunto
de la población, pero en especial en el caso de adolescentes y jóvenes,
para quienes el acceso a ciertos bienes materiales y simbólicos se inscribe en
el proceso que supone una identidad en construcción.
(...)
Esta aproximación a lo adolescente y lo joven supone que el mercado no
alude meramente a un lugar de intercambio de mercancías, de transacciones
atravesadas exclusivamente por la manipulación de la propaganda, sino
también a un lugar donde acontecen interacciones socioculturales complejas.
En esta perspectiva, desarrollada por García Canclini (1995), se coloca de
otro modo, entonces, la crítica al consumo como lugar irreflexivo y de gastos
inútiles. El consumo es visto no solo como la posesión individual de
objetos aislados, sino como apropiación colectiva, en relaciones de solidaridad
con unos y distinción con otros, de bienes que dan satisfacciones de muy
distinto tipo, que tienen una gran potencia no solo mercantil, sino también
simbólica y que sirven para enviar y recibir mensajes.
(...)
Así, caminar el mundo y presentarse en él con unas determinadas zapatillas
brinda seguridad e inscripción a casi todos/as, aunque la opción por
diferentes marcas o estilos –cuando es posible optar– habla de diferentes esta-
mentos socioculturales. Comprarse unas determinadas llantas suele ser la
primera inversión de los «pibes chorros» luego de una acción exitosa, y las
agresiones o las muertes por un par de zapatillas o por una campera continúan
generando perplejidad e indignación, pero cada vez sorprenden menos.
«El fetichismo que se está desarrollando en los barrios con las botas de marcallega a tal extremo que la mayoría de los jóvenes que hemos encontradomuertos en los últimos dos años estaban descalzos… Hemos encontrado ranchosdonde no hay ni siquiera un catre donde dormir, pero donde paradójicamenteencontramos estantes cerrados con varios candados, en los que losazotes guardan, contra las malas intenciones, sus botas Nike» (fragmento deun estudio venezolano, cit. en Reguillo Cruz, 2000:84).En nuestro medio, son bien conocidas las quejas y acusaciones hacia los
adolescentes y sus familias por lo que se percibe como uso indebido de becas:
«Se compran zapatillas que ni yo le puedo comprar a mis hijos, ni les permitiría
comprarse… ¡con lo que cuestan!», dice una directora acerca de los
alumnos que reciben becas en el marco de un programa de retención escolar.
(...)
son los medios y el mercado los que, por su potencia y su omnipresencia,
encabezan la amplia constelación de referencias y estilos de vida que se les ofrecen.
Esta realidad no nos exime de pensar qué nos cabe en relación con ellos,
no disipa unas responsabilidades indelegables, pero indudablemente diluye
el impacto de influencias y modelos que ciertas autoridades y entornos institucionales
aseguraban hasta hace algunas décadas. ¿Cómo nos miramos,
nos ubicamos y nos presentamos, entonces, en esta suerte de competencia
de referentes? ¿Qué ofrecemos nosotros? ¿Cómo nos posicionamos como
adultos frente a la potencia de ciertos consumos, de las pantallas y de las tecnologías
que avanzan, proponen y habilitan?
La educación de adolescentes y jóvenes, en términos de acompañamiento,
sostén, interpelación y enriquecimiento, deberá reconocer estas condiciones
y contextos como escenario y punto de partida. Encontraremos que hay
mucho para discutirles, para presentarles como alternativa, para ofrecerles
y también para contrarrestar, procurando evitar asimismo traccionarlos hacia
un pasado que añoramos o hacia modelos propios que valoramos más que
los de ellos. De otro modo, estaríamos suponiendo, ingenuamente, paradójicamente
–en caso de que seamos críticos respecto del mundo que como
generación supimos construir para dar en herencia–, que fuimos y somos
impermeables a los mandatos del mercado y del consumo, e implacables y
eficaces en la confrontación con un sistema en el que las injusticias se consolidan
y se reproducen.
Pero ocurre que somos (nada más y nada menos) responsables de la educación
de adolescentes y jóvenes, y portamos unas experiencias y una formación
que muchas veces –aunque no siempre, por cierto– nos permiten advertir
algunas cosas que creemos son valiosas para ellos/as y otras que no les convienen
tanto. Tenemos la responsabilidad, entonces, de generar entornos en los
cuales puedan no solo sostener o revisar lo que eligen y lo que hacen, sino
también conocer, querer y poder elegir otras cosas. Es en esa serie de diferencias,
como señala Hassoun (1996), en donde inscribimos aquello que transmitiremos.
La función de transmisión, de mediación adulta en la apropiación
de la cultura por parte de los jóvenes, es dar cuenta del pasado y del
presente; no solo del pasado, no solo del presente.
Si no entramos en diálogo con lo nuevo y en actitud de reconocimiento
respecto de lo que lo nuevo puede permitir, estaríamos suponiendo que las
innovaciones son solo perversiones, pura manipulación, mera decadencia. Y
no tendremos chances de constituirnos en referentes para estos pibes, para
estas identidades en construcción.
Pantallas, información, comunicación
(...) El universo cultural de los pibes de hoy es impensable sin
la omnipresencia de la tecnología y las pantallas que, al parecer, llegaron para
quedarse o, al menos, para escribir otra historia. Han instalado nuevas formas
de comunicarse (o de estar contactados) y de informarse, otros modos
de consumir y de producir, de relacionarse con los productos de la cultura y de
participar en ella, nuevos modos de construcción de pertenencia, tanto en
ámbitos próximos como en el espacio social extendido.
(...)
En este marco, aun cuando la cantidad de horas de encendido de la tv
siga despertando la ya clásica preocupación de educadores y adultos en general,
los estudios acerca de estos consumos y del comportamiento de niños,
adolescentes y jóvenes señalan que estamos frente a la primera generación
que no consume más televisión que la anterior.El consumo intensivo y simultáneo
de medios es práctica habitual entre adolescentes y jóvenes, e internet
es, por ahora, el gran vencedor. Junto a ello, los pibes leen más (aunque) en
pequeñas pantallas y fundamentalmente en contextos lúdicos e interactivos,
motivo por el cual se hallan hiperentrenados en captar contenidos y mensajes,
pero no tanto en seguir y comprender argumentos (Fogel, 2006).
(...)
La cantidad y variedad de opciones para informarse, comunicarse, jugar
y conectarse, junto a las posibilidades que brinda la tecnología, contribuyen
a configurar, según señala Fogel, el novedoso fenómeno de la audiencia asin-
crónica, que consiste en el desvanecimiento de la idea de audiencia masiva y
simultánea: cada uno elige qué, cuándo, cuánto y a través de qué medio
informarse, y opta –habitualmente– por más de uno. Se trata de un fenómeno
progresivo que atraviesa las prácticas de amplios sectores de la población
y que tiene a adolescentes y jóvenes como protagonistas en virtud de
las formas en que se apropian de los nuevos recursos. Los pibes navegan
solos allí donde muchos adultos no se animan a remar.
(...)
En estos tiempos y espacios dislocados y crecientemente virtualizados se
resignifican los ámbitos sustentados en vínculos cara a cara, mediados por
adultos que se proponen desempeñar un papel relevante en la construcción
de proyectos grupales con sentido formativo, como es el caso de las propuestas
educativas sostenidas en contextos no escolares. Los pibes admiten y
valoran la (co)existencia de estos espacios, que no necesariamente se anulan
entre sí, aun cuando por diversos motivos (desde ciertas prácticas y hábitos
hasta la jerga que los acompaña) parezcan incompatibles o irreconciliables.
Como es sabido, la presencia del celular en las aulas genera discusiones
y demanda nuevas normas. En contextos no escolares, menos formales, con
mayores márgenes de libertad, algunas cuestiones y «problemas» relativos al
celular se resuelven más fácilmente, y otros, en cambio, por esas mismas
razones, se agudizan. Así, ciertas actividades que –por más recreativas que
sean– demandan ciertos climas, concentración y ausencia de interrupciones
se ven interferidas cada vez más por llamadas y mensajes que no pueden posponerse
(como ocurre, por otra parte, en cualquier ámbito y franja de edad).
Las nuevas prácticas y estilos de relación de chicos, adolescentes y jóvenes,
entre ellos y con el resto del mundo, no pueden prescindir fácilmente
del celular en la vida cotidiana; menos aún en los momentos destinados a
estar con quienes eligen y quieren estar para hacer lo que les gusta (aunque se
trate de ámbitos con cierta institucionalización).
Así, en talleres, salidas o actividades no formales de diverso tipo, los
pibes soportan el modo silencioso o abusan de él, pero la norma más habitual
(impuesta, acordada o aceptada de mala gana), no llevar celular o no usarlo,
por lo general, no se cumple. Reglas tales como «no usarlo en exceso» resultan,
obviamente, imposibles de aplicar y de discernir, y acaban generando
iguales o mayores controversias.
(...)
Un nuevo tópico de discusiones, normas y transgresiones se ha instalado
hace poco tiempo y promete crecer… junto con los chicos. Todo parece indicar
que debemos pensar algo más que unas reglas eficaces: es un modo de estar
en el mundo lo que es necesario contemplar; un terreno en el cual debemos
aprender a manejarnos.
Música, identidades y referencias
Como se sabe y como ya hemos señalado, la música es desde siempre un
territorio privilegiado para el despliegue, la identificación y la expresión de
lo adolescente y lo joven. Ellos/as pueden no compartir los gustos o los referentes,
pero, por ejemplo, a la hora de responder acerca de modelos y de ídolos,
coinciden en señalarlos preferentemente dentro del ámbito de la música.
(...)
Ahora bien, aun cuando muchas de estas opciones parezcan totales, profundamente
marcantes, definitivas, la adscripción identitaria es un proceso
multifacético y cambiante: los pibes pueden presentarse o reconocerse como
rockeros o rolingas, cumbieros o fieritas, fanáticos de una u otra banda que
luego de cierto tiempo detestan, hard, dark o punks enfrentados a rastafaris,
metaleros o bailanteros, floggers rabiosos o circunstancialmente emos, jamás
góticos ni hippies como algunos, aunque tal vez más adelante puedan serlo,
etc. No solo no son una sola cosa (como sabemos, las identidades son siempre
diversas y plurales), sino que tampoco lo son de una vez y para siempre.
Nadie es, sino que va siendo; y, en especial, los adolescentes y jóvenes; los
pibes ensayan formas de ser.
Desde siempre, entonces, pero más aún en tiempos en que se diversifican
los consumos y las producciones musicales, en que se multiplican los
grupos, las bandas, los circuitos y las indumentarias, la música irrumpe de
muy diversas maneras en los ámbitos de trabajo con adolescentes y jóvenes.
(...)
Llegado este punto, interesa señalar un asunto que, lejos de poder resolverse
mediante mandatos generales, exige reflexión y sinceramiento: no interrogamos
del mismo modo las preferencias, los consumos y las producciones
de unos y de otros (tanto en el terreno de la música como en cualquier otro).
Por motivos vinculados a la inequidad, a la injusticia y a la hegemonía cultural,
los consumos de los pibes de sectores medios o altos pueden constituir
aquello que queremos ofrecer a los jóvenes de los márgenes, mientras que los
intereses de estos difícilmente serán considerados a la hora de ampliar el abanico
de experiencias culturales de los incluidos. En este sentido, cabe preguntarnos,
por ejemplo, si acaso ampliar es siempre ampliar, abrir, enriquecer o,
en ciertos casos, es un eufemismo de cambiar, elevar y mejorar…En el capítulo
5 de este libro, abordaremos el tema del respeto a los intereses de adolescentes
y jóvenes, y analizaremos las expresiones que este adquiere, con
independencia –o no tanto– del sector social al que pertenecen. Mientras
tanto, junto a las preguntas cuyas respuestas resultan escurridizas, algunas certezas
pueden orientar las intervenciones: educar es, en todos los casos, lo
contrario a sustraer experiencias, oportunidades y referencias.
Propuestas, producciones y sentidos
En el escenario que venimos describiendo, donde adolescentes y jóvenes están
inmersos en una pluralidad de prácticas, ofertas y producciones culturales,
donde los signos de época aparecen en estilos y códigos comunes y en diferencias
derivadas de la fragmentación social, las propuestas culturales, artísticas
y expresivas suelen estar presentes en los múltiples ámbitos de trabajo
con ellos/as. Con propósitos, encuadres y calidades diferentes, más cerca o más
lejos de la habilitación o del estereotipo, estas propuestas adoptan formatos
diversos y se ofrecen a través de distintos dispositivos, pero todas parecen compartir
una premisa que suscribimos: constituyen espacios valiosos. Ahora
bien, cabe señalar que el valor que aquí les atribuimos no se deja advertir en
propuestas fuertemente preformateadas, banalizadas y/o direccionadas de
manera casi excluyente a comunicar determinados mensajes. Importa, entonces,
detenerse en este punto para analizar sentidos y posibilidades, procurando
miradas que contribuyan a calificar y potenciar dichos espacios.
Apelar y responder al deseo –más evidente o menos explícito– de explorar
y de crear que caracteriza a adolescentes y jóvenes constituye una dimensión
clave de la oferta formativa que se les destina. Como venimos señalando, la
variedad y la centralidad que en sus vidas tiene lo que hacen y eligen solos/as,
lejos de desmerecer el valor de aquello que podemos ofrecerles, desafía nuestra
capacidad de promover experiencias convocantes y relevantes.
Se trata, entonces, de valorar las oportunidades que brinda el conocer y
utilizar diferentes lenguajes para abrir mundos, para redescubrir el mundo
y para descubrirse en él desde otros lugares. Las experiencias y las búsquedas
estéticas permiten «tomar prestadas» identidades, convertirse transitoriamente
en algo diferente, ser autor de algo… En este sentido, propuestas de esta
naturaleza dan soporte a los ensayos que implica la construcción de identidad,
al tiempo que los enriquece.
En la medida en que conocer, experimentar y expresare propicia algo del
orden de lo lúdico, estas oportunidades permiten a los/as adolescentes abandonar,
reconvertir y, a la vez, conservar ese universo del cual aspiran a despegarse
mientras buscan otros lugares para «jugar»: jugar a ser lo que no son,
a hacer cosas diferentes de las que suelen hacer, suspender momentáneamente
el vínculo que mantienen con la realidad y transformarlo a partir de
nuevas experiencias.
Propiciar el diálogo entre los pibes y el mundo de la plástica, de la música,
de la literatura, de la fotografía, del teatro, del cine, de la danza; poner a disposición
lo que existe, generar condiciones para el disfrute del arte y la cultura, y
ofrecer espacios y recursos para la expresión conlleva significados educativos
profundos y potentes. En este proceso podrá tener lugar, o no, un diálogo
con la propia capacidad de producir en esos o en otros registros, pero indudablemente
se enriquecerá la percepción acerca de lo posible y lo disponible.
Al igual que en otros aspectos de la formación de adolescentes y jóvenes,
la responsabilidad que en este sentido alcanza a los diversos espacios en los que
se desarrolla un trabajo sistemático con ellos/as se diferencia de la que es atribuible
a la educación formal. Sin embargo, los sentidos que desde cierta perspectiva
se señalan para la educación artística escolar resultan pertinentes para
indagar estos temas en los entonos formativos que nos ocupan y que interesa
fortalecer. Como señala Terigi (1998:52), se trata, en definitiva, de que
cada cual
«tenga oportunidad de variadas y ricas experiencias estéticas,pueda informarse de los diversos consumos disponibles en la cartelera culturalde la sociedad en que vive y conozca los códigos para acceder a ellos;se sepa con derecho a disfrutarlos, rechazarlos y modificarlos del modo quele plazca; se sepa con derecho a producir arte en la versión que prefiera, yaun a inventar la propia versión».Estos argumentos y sentidos colisionan con aquellos que a menudo se
les adjudican a talleres u otros dispositivos enunciados como artísticos o
expresivos y que tienen como propósito central, por ejemplo, prevenir riesgos
de diverso tipo (tema que desarrollaremos en el capítulo 4).
Otro aspecto que, a nuestro entender, merece una atención especial es el
significado que suelen adoptar estas propuestas cuando se destinan a pibes que
viven en situaciones complejas y en contextos de precariedad. En estos casos,
los recursos expresivos suelen ponerse al servicio de algo que se considera
particularmente necesario, posible y/o valioso en virtud de dichas condiciones,
esto es: que las reflejen, que las presenten y se presenten a través de ellas,
que las resignifiquen. Un cierto modo de concebir lo auténtico y lo transformador
parece sustentar esta perspectiva. Así, numerosas producciones derivadas
de las sugerencias que realizan coordinadores y talleristas, o del respeto
de estos hacia las propuestas de los propios pibes abordan –en soporte audiovisual,
gráfico u otros– los problemas de una cotidianeidad compleja e injusta,
las prácticas y las estrategias que permiten sobreponerse a la situación, los
valores que estas entrañan y que la estigmatización oculta, etc. Como corolario
de los relatos o en los intersticios de estos, suelen aparecer las demandas
y los sueños…
Sin perjuicio del valor que en muchos casos tienen estas producciones y
experiencias, interesa señalar que, en tanto premisa y prioridad para el trabajo
con adolescentes y jóvenes de los sectores más pobres, y bajo el propósito
de considerar la realidad en que viven, esta posición puede encapsular
posibilidades creativas, retacear contenidos y encorsetar descubrimientos.
Permitir y estimular la ficción y la invención no constituyen, por cierto,
objetivos siempre necesarios, siempre posibles o siempre valiosos. Sin embargo,
el hecho de que habitualmente no ocupen un lugar de relevancia en las propuestas
o en los productos que se desarrollan en contextos donde la adversidad
más golpea parece estar más vinculado a lo que se estima importante
promover allí, o a lo que se considera posible que los pibes generen en esas
circunstancias, que al impacto de las condiciones complejas sobre la imaginación
de los pibes. Cabe enfatizar, entonces, que estos pibes (también) tienen
derecho a que la fantasía sea algo más que la expectativa o la ilusión de superar
la precariedad.
En cualquier caso, propuestas que se inscriben en la tendencia a la estetización
de la pobreza, aun cuando deriven de las mejores intenciones y acerquen
a los pibes a códigos, técnicas y reglas propias de ciertos campos y lenguajes,
pueden apartarse de la potencia que conllevan los espacios artísticos
y expresivos para la formación de adolescentes y jóvenes. Numerosas experiencias
muestran que alcanza con ofrecerles otras cosas, apostar a que pueden
imaginar y crear, y sostener la propuesta. De otro modo –en esos, como en
todos los contextos–, quedarán amarrados a lo que conocen, a lo que padecen
o a lo que suponen se espera de ellos/as.
Asimismo –como señala Graciela Frigerio–, no siempre narrar permite dar
trámite a situaciones complejas y, complementariamente, no siempre ofrecer
«escucha» o canales de expresión para relatos desgarradores significa brindar
sostén. Por ello, en muchas ocasiones, el referente adulto (el docente, el
tallerista, el recreador) contribuirá más a desplazar a los pibes del sufrimiento
–sea del orden que sea– y a generar en ellos y con ellos procesos que habiliten
oportunidades diferentes en la medida en que los invite a «salir» hacia
otros relatos.
(...)
La capacidad de apreciar y la osadía de crear podrán tener diferentes sentidos:
conocer lo insospechado, transgredir en otra clave, poner palabras
donde sobre todo hay cuerpo, darle al cuerpo otros espacios, propiciar disfrute
donde priman la angustia o el sufrimiento… En cualquier caso, experiencias
que habilitan la imaginación y dan cabida a lo sensible pueden
albergar y conmover a adolescentes que buscan algo más que lo que encuentran
solos, a pibes fiesteros, a changos puesteros, a grupos de la esquina, a
jóvenes que dejaron la escuela… «Las huellas –apunta Berger (2004:153)–
no son solo lo que queda cuando algo ha desaparecido, sino que también
pueden ser las marcas de un proyecto»
CAPÍTULO 3 . Adultos en jaque
El título de este capítulo pretende subrayar la necesidad de repensar el lugar
que ocupan los responsables de proyectos y actividades concebidos como
escenario de procesos complejos vinculados con la educación de las jóvenes
generaciones. Procesos que están atravesados por tensiones y contradicciones
propias de la época, de la naturaleza de la tarea y también de los sujetos
que en ella se encuentran. Estar en jaque es estar complicado, pero jaque no
es jaque mate; es la posibilidad y el desafío de estudiar detenidamente el
tablero, de mover las piezas de cierta manera para poder seguir jugando; la
otra opción, claro está, es darse por vencido y abandonar la partida.
(...)
La sentencia de la cual partimos («ya no hay referentes, como antes»)
parece, en cualquier caso, nostálgica y extrema; lamenta, acusa, retrotrae,
no provee explicaciones ni avizora soluciones. Una aproximación menos
apocalíptica e igualmente preocupada por lo que se ofrece a los nuevos sugiere,
en cambio, que no es que no haya referentes… lo que ocurre es que hay
muchos, demasiados. A ello remite también la fatiga que señala Ehrenberg.
Fatigados, entonces, estamos todos. En este contexto, los pibes se construyen
y se buscan a sí mismos y también, de algún modo, de muchos modos,
nos buscan a nosotros. ¿Somos o no referentes para ellos? ¿Acaso debemos
serlo? ¿Bajo qué condiciones podemos serlo?
Sostendremos que algo debemos y algo podemos. Es por eso que, a la
hora de pensar la educación de las nuevas generaciones, dos cuestiones aparecen
como necesarias y convergentes:
- la presencia de adultos «bien parados» como condición de posibilidad de procesos formativos relevantes
- y la refundación de la mirada adulta sobre los jóvenes, es decir, del lugar desde el cual entramos en diálogo con ellos y construimos discursos y prácticas que habilitan experiencias educativas fundantes.
En este marco, el término adulto no remite a una determinada edad o condición,
sino a una posición en relación con los adolescentes y jóvenes configurada
por el lugar desde el cual se establece vínculo con ellos/as, por el modo
en que dicho vínculo se sostiene, por el significado que este adquiere para su
formación y por los contenidos que se ponen en juego. En este sentido, la
edad, la «distancia», es una variable importante, pero no siempre definitoria.
(...)
La asimetría que permite educar
La autoridad adulta, devaluada por la mala praxis (errática, demagógica o
arbitraria e irrespetuosa) y sitiada por la «mala prensa» bajo una supuesta
incompatibilidad con principios democráticos o participativos, requiere
nuevas miradas y construcciones que permitan reinscribir su sentido junto a
la responsabilidad que implica educar. Educar en torno a la confianza, en
dirección a la emancipación, remite a la necesidad de adultos que tienen los
niños, los adolescentes y los jóvenes para incluirse en el mundo, para apropiarse
de él y para transformarlo.
(...)
Desde diferentes marcos de análisis, con distintos énfasis y conclusiones,
diversas aproximaciones colocan los problemas relativos a la autoridad en
educación en términos de debilitamiento, alteración o caída del modelo disciplinario
y de las instituciones de la modernidad. Lo que se ha debilitado,
alterado o caído es un modelo que otorgaba "cheques en blanco" a educadores
y adultos portadores de certezas, capacidad, posibilidad y credibilidad para
transmitirlas o para imponerlas. Certezas que han sido, desde luego, siempre
relativas, pero que al parecer resultaban tanto más convincentes que aquellas
que disponemos hoy en día (o, al menos, de ese modo se las suele evocar
desde las condiciones actuales).
En palabras de Ehrenberg, se trataba de un modelo en el cual el reconocimiento
de lo permitido y lo prohibido sustentaba autoridades claras y
firmes y, a su vez, se sustentaba en ellas. El par permitido/prohibido fue,
durante mucho tiempo, un potente regulador de los intercambios entre las
personas y un marco sólido para educar y para disciplinar. En la perspectiva
de este autor, ese par ha sido desplazado por otro: lo posible/lo imposible.
(...)
Reconstruir o redefinir la asimetría en un mundo visiblemente desregulado
e inestable solo es posible, entonces, sobre la base de (unas pocas) certezas
que permitan sobreponerse al desconcierto que generan las (muchas)
que no tenemos, que sumergen a los adultos en el mismo desamparo que
padecen los jóvenes hoy en día (Duschatzky, 2007; Zelmanovich, 2004).
La asimetría y la autoridad que interesa reconstruir no remiten, por
cierto, a la prerrogativa infundada o a la imposición arbitraria por parte del
adulto, sino a su responsabilidad ineludible.
(...)
Siguiendo estas reflexiones, afirmamos que es porque no renunciamos a educar
que no renunciamos a la autoridad. Y, a la vez, sin perjuicio de ello, parece
imposible e incongruente con las ideas y las situaciones que venimos presentando
desestimar la necesidad de redefinirla por completo, de reposicionarla
e incluso de admitir que algo diferente de aquello que nombramos autoridad
deba ser instituido o esté en proceso de gestación.
En todo caso, es a partir de la responsabilidad (implicada en la autoridad)
que podremos crear nuevos marcos para pensar el vínculo con adolescentes
y jóvenes. Porque necesitan adultos que los contengan y los desafíen,
que les amplíen el horizonte de lo posible y que establezcan límites, que permitan
y que prohíban, que sepan, a la vez, estar cerca y permitir nuevas distancias,
que confíen en ellos y que puedan discutirles, que transmitan cosas
valiosas y que estén dispuestos a someter a juicio (propio y ajeno) el valor de
lo que transmiten.
El sociólogo y psicólogo francés Jean-Yves Rochex propone pensar a los
adultos como aquello "contra" lo cual los adolescentes y los jóvenes se consti-
tuyen como sujetos, utilizando la expresión contra en la doble acepción que
puede tener: de sostén (apoyarse contra) y de confrontación (ir contra). La
imagen que surge de esta expresión torna evidente la dificultad que enfrentan
los jóvenes cuando no tienen contra qué (o contra quién) apoyarse, y el
desafío que implica para los adultos constituirse a la vez en punto de apoyo
y de confrontación.
Las ideas que venimos desarrollando en relación con el lugar del adulto
suelen suscitar mayor adhesión o acuerdo cuando se trata de la educación de
niños/as y cuando se refiere a contextos escolares o familiares; en cambio,
generan dudas o requieren aclaraciones cuando se trata de propuestas dirigidas
a adolescentes y jóvenes, y cuando se refieren a espacios más flexibles,
menos formales, que a menudo reivindican su carácter alternativo respecto
de los otros ámbitos (fundamentalmente, del ámbito escolar). La asimetría,
la autoridad y la confrontación necesarias parecen asimismo debilitarse en
estos espacios en razón de una supuesta incompatibilidad entre ellas y la premisa
de la participación y el protagonismo de los destinatarios.
Es por eso que conviene insistir en este punto toda vez que, como en este
caso, se defiende el carácter formativo que pueden tener, y es bueno que tengan,
las propuestas no formales o recreativas para adolescentes y jóvenes.
Como venimos señalando, en tanto suponen e implican intervención pedagógica,
lejos de poder prescindir de los adultos, los reconocen como condición
de posibilidad de procesos valiosos. Ahora bien, como se ha dicho también,
no es el mero estar allí lo que opera como condición de posibilidad, sino
las formas en que se despliega esa presencia y los significados que adquiere.
Prohibiciones, consensos, transgresiones, construcciones
Los adolescentes, como es sabido, nos confrontan. Aun cuando, por lo general,
reclaman mayores oportunidades para hacer valer sus ideas, sus necesidades,
sus gustos, a menudo son más claros para rechazar que para proponer. Junto
a esto, suelen ser igualmente claros y contundentes al mostrar su adhesión
ante propuestas que los desafían y los enriquecen. Y a menudo también lo
son a la hora de aceptar normas y límites que no están en condiciones de
establecer por sí mismos.
Numerosas situaciones que atraviesan la cotidianeidad del trabajo en clubes,
centros, campamentos, escuelas muestran que no solo todavía admiten,
sino que también esperan –y a menudo agradecen– que los desacuerdos y los
conflictos sean abordados, no soslayados, incluso si esto supone una perspectiva
que confronta con la de ellos. ¿Qué es lo que se pone en juego en estas
situaciones? Entre otras cosas, su capacidad de argumentar, de convencer, de
defender algo (una demanda, una norma, una idea), aunque perciban que eso
que defienden tiene escasas posibilidades de pasar la criba del adulto que los
escucha y los interpela. Obviamente, festejan cuando «ganan» las discusiones
mucho más que cuando, a nuestro modo de ver, aprendieron algo precisamente
porque «ganamos» nosotros. A veces, prefieren «perder» una discusión
antes que acercar posiciones y acordar. Y cuando admiten que «perdieron»,
difícilmente lo reconozcan luego fuera de la situación o ante otros. Resisten.
Confrontar con ellos es, en este sentido, una señal de valoración y de respeto:
nadie discute con nadie si no toma en cuenta a su interlocutor, si no cree
que los motivos del otro merecen y requieren contraargumentos, si no cree que
los propios argumentos deben poder validarse frente al otro, si no desea ofrecerle
al otro su perspectiva sobre la base de la certeza o de la sospecha de que
podrá servirle de algo.
Ahora bien, cuando la confrontación es permanente habla de otras cosas…
Cuando es alentada o sostenida por el adulto, representa más una oclusión
que una apertura y una oportunidad para enseñar algo. Cuando son los
pibes los que la sostienen, expresa más una negativa o una dificultad para
mantener un diálogo fructífero con el mundo –y, por lo tanto, también con
los adultos– que un componente necesario en el (su) trabajo de fortalecerse
y aprender.
Confrontar respetuosamente, sin embargo, no garantiza arribar a acuerdos;
establecer acuerdos no garantiza que los pibes los cumplan, y que los
cumplan unas veces no implica que no existan transgresiones y nuevas confrontaciones.
Es por eso que (¿hoy más que ayer?) las normas, los límites y las
prohibiciones suelen desvelar a quienes trabajan con adolescentes y jóvenes.
(...)
Si algún papel vinculado a la construcción de normas y a la apropiación
de lo permitido y lo prohibido desempeñamos en la educación de adolescentes
y jóvenes, es el de orientarlos en el camino de descubrir los motivos (claros,
necesarios) que sustentan ciertas normas, las tensiones o las contradicciones que
suponen otras que nos gobiernan, de cuyo valor y sentido muchas veces dudamos
o desconfiamos, la importancia de establecer reglas y de respetarlas allí
donde es posible advertir la necesidad de esa construcción. Descubrir, también,
la injusticia o la arbitrariedad manifiesta en muchos casos… educar
para discernir y para confrontar, para procurar transformar.
Discutir normas con los adolescentes es tan complejo como fascinante y
agotador. De repente argumentan con una claridad insospechada o consideran
y comprenden situaciones complejas más fácilmente de lo que anticipábamos.
De repente no aceptan motivo alguno ni advierten la necesidad de
establecer reglas, prefieren que se les imponga una ley que seguirán considerando
ajena y arbitraria antes que entregarse al convite de consensuar. De
repente descubren alternativas más pertinentes y viables que las nuestras
para manejar situaciones, anticipar problemas o resolver tensiones.
Este aspecto del trabajo se recorta como especialmente delicado y desafiante
en el marco de propuestas no formales que admiten –más de lo que
suelen admitir o requerir las actividades desarrolladas en otros ámbitos– la
discusión y la construcción colectiva. No obstante, cabe señalar que los
comúnmente denominados sistemas de convivencia, que en diversos contextos
y sistemas educativos han reemplazado a los antiguos regímenes disciplinarios,
también contemplan espacios de elaboración de reglas, análisis de transgresiones
y aplicación de sanciones en los cuales participan los alumnos.
Construir normas junto con los adolescentes, cuando la naturaleza de las
situaciones lo permite, es casi imposible sin considerar los motivos reales y
los contextos particulares. En cualquier caso, confrontaciones, prohibiciones,
imposiciones, consensos, construcciones no evitan las transgresiones.
(...)
Transgredir la norma explícita o implícita, supuesta o conocida, no sostener
lo acordado, ocultar no son siempre ni solamente respuestas que se apartan
del buen camino, también son recodos del camino. Los pibes actúan de
ese modo:
- cuando saben que tienen delante personas que les señalarán las normas –aun cuando hagan todo lo posible para no ser descubiertos–,
- cuando no lo saben pero lo necesitan –aun cuando rechacen el señalamiento–
- y cuando perciben o confían en que ser descubiertos no significará una hecatombe, sino una nueva oportunidad.
El problema sobreviene cuando es eso lo único o lo que más hacen y/o
cuando no tienen delante a alguien que pueda leer en sus transgresiones algo
acerca de ellos, cuando quien está delante se propone sobre todo que no hagan
lo que piensa que no deberían hacer sin preguntarse los motivos por los que lo
están haciendo, cuando la mirada adulta tiñe todo lo que hacen con el color
de lo que podrían llegar a hacer si no tuvieran esa mirada sobre ellos.
Preocupados como estamos muchas veces por instalar prohibiciones y velar
por lo correcto, desconocemos qué, cuánto y cómo están ensayando, y aprendiendo,
a través de las transgresiones. Y también qué, cuánto y cómo logramos
transmitir sobre lo que genuinamente, responsablemente, procuramos
enseñarles o evitarles sosteniendo ciertas normas que refieren a cuestiones que
no admiten ensayos ni transgresiones.
Es en este escenario que se recorta el adulto como figura de institución de
prohibiciones fundantes toda vez que la ley, las prohibiciones, constituye una
dimensión significativa de la construcción subjetiva: no hay sujeto sin ley,
sin un discurso sobre lo prohibido. Al inscribir a los nuevos en un orden
normativo –señala Frigerio–, los adultos los habilitan como sujetos en tanto
sujetos de la ley. La ley, aquí, lejos de obturar, permite habitar el mundo,
evita quedar fuera de él o en los bordes de lo social en tanto lo común. Instituir
significa, entonces, ser portador de leyes que estructuran; una condición
básica para educar, para formar, un punto de partida para los procesos
emancipatorios.
La diferencia entre "impartir órdenes" y "comunicar decisiones", cuando no hay
espacio para argumentos ni consensos, puede remitir meramente al tono, al
clima, a la estrategia utilizada, o bien expresar posiciones diferentes –e incluso
antagónicas– en términos del vínculo que se establece con adolescentes y
jóvenes, del lugar que se ocupa, de la autoridad que se da a conocer y que
es reconocida. Puede ser el uso de la jerarquía per se, o bien el ejercicio de la
responsabilidad y de la asimetría que permiten educar.
Estos conceptos, con las certezas y los mandatos que suponen, confrontan
con el panorama descripto anteriormente en términos de ampliación del
campo de lo posible en una época exenta de prohibiciones. Resultan inconsistentes
con el desamparo, el desconcierto y la fatiga que mencionamos (y
viceversa). Lo que interesa destacar, entonces, es que en dicho escenario, que
representa más un punto de fuga que la descripción acabada de una realidad
generalizada e inexorable, el adulto-educador enfrenta el problema de no
poder ocupar, con la misma claridad que en otros tiempos, el lugar de la ley
que demanda la formación de los nuevos.
Ahora bien, mientras se multiplican las preguntas acerca del orden
normativo, de la inclusión en lo común y de aquello a instituir, aun en contextos
cada vez más desregulados y con autoridades jaqueadas, existen
normas –o, en caso contrario, la ausencia de estas se hace sentir–, se establecen
reglas –a menudo situacionales y contingentes–, se adoptan decisiones
–unilaterales o consensuadas– que afectan los modos de convivir y de actuar,
y acontecen transgresiones (de significados diversos y con diferentes consecuencias).
Lidiando con todo ello, asediados por el carácter plural y contingente
de la autoridad, por la diversificación de referentes y por la insuficiencia
de certezas, de algún modo, cada día, en ámbitos muy distintos, movemos las
fichas sobre el tablero para continuar educando.
Se establece así una zona cuyos contornos, contenidos y formas solo pueden
definirse en relación con lo que es posible y necesario facilitar, sostener
o construir en conjunto porque no precisa o no admite imposición. Una zona
en la cual la responsabilidad de los límites que educan no discute la posibilidad
ni la importancia de promover la participación de los pibes. Y, complementariamente,
un espacio en el cual el protagonismo creciente de adolescentes
y jóvenes no socava la presencia ni la autoridad adulta (retomaremos cuestiones
relativas a la participación de adolescentes y jóvenes en el capítulo 5).
(...)
"Todos sabemos cómo están las cosas hoy en cuanto a la autoridad. […] Los adultos desecharon la autoridad y esto solo puede significar una cosa: que se niegan a asumir la responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos.
Por otra parte, el hombre actual no pudo encontrar para su desencanto
ante el mundo, para su desagrado frente a las cosas tal como son, una expresión
más clara que su negativa a asumir, frente a sus hijos, la responsabilidad
de todo ello. Es como si los padres dijeran cada día: «En este mundo, ni
siquiera en nuestra casa estamos seguros; la forma de movernos en él, lo que
hay que saber, las habilidades que hay que adquirir son un misterio también
para nosotros. Tienes que tratar de hacer lo mejor que puedas; en cualquier
caso, no puedes pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos
en cuanto a ti». (...)
Quiero evitar malentendidos: me parece que el conservadurismo, en el
sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa, cuya
tarea siempre es la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo,
ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo. (....)
Nuestra esperanza siempre está en lo nuevo que trae cada generación;
pero precisamente porque podemos basar nuestra esperanza tan solo en esto,
lo destruiríamos todo si tratáramos de controlar de ese modo a los nuevos, a
quienes nosotros, los viejos, les hemos dicho cómo deben ser. Precisamente
por el bien de lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la educación
ha de ser conservadora; tiene que preservar ese elemento nuevo e introducirlo
como novedad en un mundo viejo que, por muy revolucionarias que
sean sus acciones, siempre es anticuado y está cerca de la ruina desde el punto
de vista de la última generación. (....)
La crisis de la autoridad en la educación está en conexión estrecha con
la crisis de la tradición, o sea, con la crisis de nuestra actitud hacia el campo
del pasado. (...)
El problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho
de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la
tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura
gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición".
Hannah Arendt (2003)
CAPÍTULO 4 . El mandato de la prevención en discusión
En los capítulos anteriores, hemos analizado algunas dimensiones y circunstancias
que caracterizan a las nuevas adolescencias y juventudes, y
que interpelan o desafían el lugar que como adultos ocupamos en ese escenario.
Dijimos, entre otras cosas, que la mirada adulta los señala no solo
como extraños y vulnerables, sino también como hostiles: están en peligro
y/o representan un peligro potencial. En virtud de estas representaciones,
los/as adolescentes y jóvenes de hoy podrían ser definidos como ese segmento
poblacional al cual hay que prevenir y ante el cual conviene estar prevenidos.
Prevenir la violencia, el sida, los cortes, la adicción a sustancias
peligrosas, el tabaquismo, el alcoholismo, la bulimia, el delito, la anorexia, el
embarazo precoz…
Además de la ya mencionada vinculación de origen con la educación
secundaria, la categoría adolescencia nace amarrada al alerta frente a las disrupciones
que comenzaban a generar unos sujetos –ya no niños, aún no
adultos– cuyos comportamientos causaban recelos y temores. Pareciera que
los discursos y las prácticas que estamos analizando aquí consolidan y actua-
lizan con datos de hoy aquella noción patologizada de adolescencia, asociada
a lo disfuncional y lo problemático.
En esta perspectiva, las expectativas acerca de ellos/as y de quienes se
proponen intervenir en su formación giran en torno a evitar o disminuir el
riesgo de que se conviertan en víctimas y/o victimarios de situaciones que
comprometan la salud, la propia vida, la de los demás y la seguridad individual
y social.
En este marco, dado que nos interesa desarrollar enfoques y prácticas educativos,
y dado que sostenemos que educar es otra cosa que prevenir, señalamos
que la omnipresencia y la centralidad de los propósitos preventivos
ocupan un lugar relevante entre los peligros que con certeza acechan a adolescentes
y jóvenes. Y no se trata de un peligro menor toda vez que –como
ocurre a menudo– aquello que se concibe y se les ofrece para prevenir se sustenta
en miradas estereotipadas, estigmatizantes, discriminatorias.
Las propuestas formativas extraescolares no son inmunes a estas imágenes
y representaciones, sino todo lo contrario: sobre la base de la relevancia y la
potencialidad que tienen, y en contextos por cierto difíciles y muchas veces
alarmantes, estos espacios son investidos con (o se apropian de) un mandato
preventivo que se despliega de maneras muy diversas. Así, supuestos, juicios
y prejuicios acerca de adolescentes y jóvenes, junto a la pretensión correctiva y
normativa subyacente, terminan definiendo propósitos y sentidos de los proyectos,
generan expectativas sobre los responsables y los destinatarios de las
acciones, y determinan contenidos y características de las actividades.
En ámbitos tales como clubes, centros o talleres, concebidos como espacios
de encuentro, de intercambio, de expresión y de producción cultural, es
posible advertir una tendencia que proponemos analizar: la proliferación de
proyectos que impulsan –o se plasman en– producciones radiofónicas, periódicos,
piezas teatrales, murales, campañas públicas, etc. vinculados punto a
punto con los problemas y los riesgos de distinto cuño que preocupan a la
sociedad adulta consternada, perpleja y asustada. Por el entusiasmo que suelen
despertar esas producciones en quienes están a cargo de ellas, por las formas
que con frecuencia adquiere la presencia de adolescentes y jóvenes, y
por las características que estas suelen adoptar (cierta linealidad, niveles de
certeza envidiables), pareciera que la intervención adulta (a través de programas,
coordinadores, etc.) estuviera concentrada en propiciar que los pibes
desmientan el discurso estigmatizante desarrollando actividades cuyos contenidos
responden literalmente y de manera excluyente a dicho discurso,
dentro de las coordenadas que él impone.
Muchos de esos programas y propuestas nacen con el propósito explícito
de dar la palabra o de revalorizar la voz y los puntos de vista de adolescentes
y jóvenes para mostrar(les) que son y pueden (ser, hacer) cosas más valiosas que
lo que habitualmente se supone. Es por eso, entre otros motivos, que a
menudo giran en torno a la apropiación de habilidades y herramientas vinculadas
con los medios de comunicación. En tales circunstancias, al parecer,
los pibes «bajo proyecto» toman nuestra voz, se apropian de los problemas
que figuran como preocupación acerca de ellos/as en la agenda adulta y contribuyen
a difundir que los jóvenes no son eso que se predica, porque ellos
mismos pueden decir otras cosas sobre esos mismos tópicos.
(...)
La mirada preventiva (salvo que se encontrara desprevenida) subestimaría
rápidamente el valor y el sentido que pueden tener, por ejemplo, talleres
sobre temas tales como escritura oriental y literatura poética, o danza y teatro
–sin contenido preventivo–, destinados a adolescentes que concurren a una
escuela ubicada en «zona de riesgo social». Aníbal, uno de esos alumnos, dice:
«Somos todos locos del mismo manicomio», y Ezequiel confirma: «Estoy
más loco que antes. Antes no hacía cosas que ahora me animo a hacer. Eso
lo aprendí en teatro». El testimonio de Gastón contribuye a disipar posibles
dudas acerca del significado de la locura cuya referencia se reitera: «En mi
casa se deben creer que es otra de mis locuras. Dirán: “No se qué le pasa que
se levanta los sábados tan temprano”» (para ir al taller de escritura oriental y
literatura poética) (Cabeda, 2004).
Esa misma mirada, seguramente, valoraría más –aun si no conociera contextos
y procesos– el texto producido por Antonella para la revista del centro
cultural de su escuela: «La violencia de los alumnos de distintos establecimientos
educativos puede derivar en: ausentismo escolar, lesiones, fuga del
hogar, consumo de drogas y alcohol, suicidio»2. También apreciaría la nota
de tapa de una revista elaborada en un taller de periodismo destinado a adolescentes
de comunidades rurales que viven en condiciones de extrema necesidad,
titulada: «¡Digamos “no” al embarazo adolescente!».
Queda claro que no estamos argumentando contra los talleres de medios
o de arte, sino discutiendo con actividades supuestamente expresivas orientadas
exclusivamente o primordialmente a la producción de mensajes preventivos,
como es el caso de algunos ejemplos mencionados, de muchos afiches
para campañas sobre el sida y de tantas obras de títeres o de teatro destinadas
a informar acerca de los efectos nocivos del alcoholismo, producidos por
adolescentes en el marco de «talleres creativos».
Es la lógica que estructura y da sentido a las propuestas y a las producciones
lo que estamos analizando, y los criterios según los cuales apreciamos
y evaluamos aquello que proponemos, propiciamos y logramos. La cuestión
es el texto, el pretexto, el contexto, no el lenguaje ni el soporte. Lo que estamos
proponiendo, en definitiva, es prevenirnos de la mirada preventiva.
Tal como analizamos en un trabajo anterior (Kantor, 2007), interesa
indagar acerca de cómo y cuánto, en el ámbito de la educación formal, los
propósitos «preventivos» se erigen en motivo y fundamento de innovaciones
tales como actividades extraescolares, clubes o centros de jóvenes. Estas acti-
vidades suelen ser concebidas como un espacio compensatorio no solo de las
deficiencias de la escuela, sino también de las problemáticas y de las vacancias
del entorno: las familias que no se hacen cargo, el contexto que cercena
posibilidades, la calle que entraña peligros, los peligros que entrañan los jóvenes,
etc. Por cierto, existen voces que propician otras lógicas, y miradas que
defienden otros sentidos para los programas, los clubes o los talleres; sin
embargo, es esta la perspectiva que suele tener más adeptos o la que aparece
primero y con más claridad.
Así, los nuevos dispositivos con características recreativas, no formales,
se asocian a menudo y peligrosamente al propósito de la prevención y de
la seguridad ciudadana, y es desde estos sentidos que se los defiende y se los
valora. Expresiones frecuentes, tales como «los clubes escolares deberían multiplicarse
allí donde hay más marginalidad», «son una herramienta clave en
zonas de riesgo social», «es preferible invertir en esto y no en correccionales»,
ponen en evidencia tanto el estigma que recae sobre los jóvenes –y sobre los
más pobres entre ellos– como los propósitos redentores de la adolescencia
«en riesgo» y de la juventud «amenazada» o «amenazante».
Es en este marco que proliferan propuestas de formación para adolescentes
y jóvenes o programas de entrenamiento en «liderazgo preventivo» centrados
en temáticas tales como violencia y convivencia, sexualidad responsable,
adicciones, etc., en tanto componentes clave de propuestas recreativas extraescolares.
A través de este tipo de iniciativas, la mirada preventiva «resuelve»
el desafío del protagonismo de los pibes definiendo contenido y estrategia
de las actividades, e incluso redobla la apuesta: no se trata ya de que participen
en el ámbito del grupo o del proyecto, va por el protagonismo social
que, como ya hemos analizado, caracteriza el desideratum de numerosos programas
preocupados por el presente y el futuro de las nuevas generaciones.
Nos encontramos, así, con la idea de prevención asociada a la vocación
intervencionista y a la gestión diferencial de poblaciones consideradas en riesgo.
La intervención en cuestión consiste en aprovechar toda ocasión para prevenir
o reencauzar, creando dispositivos ad hoc que se consideran adecuados
a ciertos perfiles poblacionales que han sido construidos a partir de la imputación
anticipada de comportamientos considerados anómalos o indeseables
(Núñez, 2003:41).
Esta perspectiva se manifiesta en los ámbitos más diversos y de muy diferentes
maneras: en forma explícita y con convicción preventiva confesa o
solapadamente atravesando estrategias y formas de intervención; burdamente
o de modo sutil; promovida por personas, instituciones o gestiones políticas
que parecen consistentes con ella o todo lo contrario; como marca de origen
de proyectos y programas o irrumpiendo de manera ineludible en propuestas
pensadas bajo otra lógica.Veamos algunos ejemplos elocuentes al respecto.
(...)
Cuando a la naturalización de las situaciones de desigualdad se le adosa
la centralidad de la «misión preventiva», no solo se invisibiliza la injusticia,
también se hipervisibiliza el riesgo, el destino social que se construye sobre
lo anómalo –indeseable– imputado. La conclusión, para muchos, es que hay
que trabajar para aumentar la autoestima.
Autoestima y prevención
(página 89)
Lucky Clover - Mapyro
ResponderEliminarFind 청주 출장마사지 Lucky Clover, a casino located in Duxville, Mississippi near Memphis, TN and 경상북도 출장안마 is open daily 여수 출장마사지 24 hours. The 보령 출장마사지 casino features 80+ 충청북도 출장샵 slot machines,